lunes, 10 de enero de 2011

La Formación del Científico Espejismos y Realidades

Luís Benítez-Bríbíesca 

RESUMEN


La ciencia y tecnología son ingredientes fundamentales para el progreso socioeconómico y cultural de nuestra época. La formación del científico es tarea de trascendental importancia para garantizar la continuidad de la ciencia. Los países más avanzados y con tradición científica debaten y proponen los mejores sistemas para preparar a la nueva generación de investigadores. Las universidades e instituciones de educación superior en México no son ajenas a este problema y realizan sus mejores esfuerzos por adaptar y generar programas idóneos para formar a nuestros nuevos científicos. Así se han generados dos tendencias opuestas: la de copiar sistemas extranjeros y la de crear los propios. En estas tareas se han producido expectativas falsas o espejismos que pueden errar el camino adecuado. La enseñanza del método científico se ha enajenado e hipertrofiado, al estudiante se le impone más un criterio de técnico que de un científico independiente con capacidad creadora y universal. En este contexto se propone redefinir la formación del investigador analizando la mente creativa del verdadero científico generador de conocimientos y de problemas por resolver.

INTRODUCCIÓN

La creciente importancia que la ciencia ha adquirido en nuestra sociedad y el papel cada vez más relevante que desempeña el científico en el quehacer humano, ha sido motivo de numerosos estudios. Existe una abundante literatura internacional que se ocupa del tema comprendiendo todas las perspectivas posible, desde los ensayos filosóficos hasta los impactos sociopolíticos.
Quizá uno de los aspectos más trascendentes para garantizar la continuidad y con ello el cúmulo creciente del conocimiento, es la formación del científico. Es el pivote alrededor del deben de girar las acciones académicas, políticas y económicas del tema científico. El investigador es el generador de nuevo conocimiento al arrancarlo con astucia e ingenio de los misterios de la naturaleza. Pero a diferencia de lo que ocurría en otras etapas de la historia, ahora ya no basta con una luminaria que con destellos esporádicos de luz al saber humano. Hoy se requiere de grupos, de equipos, y de conglomerados que interactúen desde diversos reductos para hurgar en los infinitos problemas del Universo. Es urgente, por ello, formar investigadores como requisito para el desarrollo de la ciencia. (Pool, 1990).
Mientras en otros países la ciencia organizada tiene ya una tradición de centurias, en el nuestro apenas si cuenta con algunos decenios. No es de extrañar que, con el deseo ampliamente justificado de recobrar el tiempo perdido, se haya buscado adaptar los modelos de otras latitudes para fortalecer y desarrollar la ciencia en México.

Nuestro país parece haber abierto finalmente, aunque con timidez e incertidumbre, la puerta de la conciencia científica. Numerosas publicaciones nacionales, particularmente en el área médico-biológica, atestiguaron los esfuerzos de nuestros investigadores maduros para situar al quehacer científico en el plano de relevancia que le corresponde. Autores como Alarcón (1988), Aréchiga (1990), Martínez Palomo (1985, 1991), Pérez Tamayo (1988), Tapia (1983), Kretschmer, De la Fuente (1990), Soberón, Kumate y otros han generado una copiosa bibliografía sobre este tema, Ricardo Tapia (1983) señala con vehemencia en uno de sus escritos, la imperiosa necesidad de crear "masas críticas" de investigadores independientes para lograr un verdadero desarrollo y una buena productividad científica y pide que se aseguren fondos suficientes para la formación ininterrumpida de nuevos investigadores.
Por otra parte, instituciones de educación superior como la UNAM, el Cinvestav, la UAM y otras, apoyan cada día más decididamente a la investigación científica y se ocupan de plantear, promover y depurar programas especiales para formar a los nuevos científicos, con mucho entusiasmo, pero no siempre con la orientación que la ciencia reclama.
Es precisamente en este proceso, el de la formación de investigadores, donde he percibido, con toda la objetividad de la que honestamente dispongo, que estamos en una situación contradictoria ante dos tendencias opuestas: la de copiar y la de crear. Con la prisa por cubrir la brecha de nuestro retraso científico, hemos pretendido importar y adaptar el modelo extranjero, ideando sistemas y programas por lo general insuficientes para el objetivo final que es formar científicos. Pero lo que preocupa más es que, con la ayuda de abundante bibliografía filosófica-educativa, con mucha imaginación y buenos deseos, hemos querido inventar sistemas desde un escritorio, pero sin fundamento alguno de la eficacia de los mismos. Como resultado se ha generado expectativas falsas, verdaderos espejismos para la formación de nuevos investigadores. El peligro, si no hacemos un alto en el camino para analizar la realidad, es que habiendo andado un penoso y largo trecho, caigamos en la cuenta de que la placentera imagen del horizonte no era más que un truco de la óptica de nuestra buena voluntad.
La Enseñanza del Método Científico. A través de la historia de la ciencia, particularmente a partir de sus éxitos sobresalientes y de los grandes descubrimientos, los filósofos, especialmente y algunos científicos excepcionalmente, se han dado a la tarea de buscar un método sencillo y sistematizado que pueda usarse para generar conocimiento científico. Desde Bacon hasta Popper (1959) se han formulado diversos sistemas que van desde el análisis de las etapas que recorre el hombre de ciencia, hasta la forma de pensar del investigador para lograr un descubrimiento. Estos análisis los realizan fundamentalmente los filósofos y no los científicos y por ello, resultan en generalizaciones y abstracciones que no explican con plenitud el quehacer científico en sus diferentes áreas, ni son aplicables a toda la ciencia. El método científico del que hablan los teorizantes de la ciencia, no es más que una consecuencia del análisis del pensamiento que guía al investigador. (Schiller 1917). Cabría preguntarse si la enseñanza de ese método idealizado contribuye a la formación de un científico.
En el área biomédica, por ejemplo, existe una tendencia casi compulsivo para incluir en los programas de formación de los investigadores alguna materia que verse sobre el método científico y cuyo contenido, a lo más, incluye algunos temas de diseño experimental y bioestadística. Se piensa que el científico debe formarse alrededor de un método estricto que le permita alcanzar con éxito sus objetivos. Se ha llegado al extremo de que algunas de las universidades y particularmente ciertas instituciones de salud, queriendo fomentar la investigación científica, ofrecen cursos cortos sobre este método, frecuentemente con resultados negativos. Los que se inscriben a estos cursos, entran con la falsa expectativa de que aprenderán a hacer investigación científica con unas cuantas lecciones teóricas. Cuando terminan, en su mayoría, salen más confundidos que al principio, aunque algunos envanecidos con su diploma, creen desafortunadamente que ya son investigadores, que poseen la clave para hurgar en los fenómenos de la naturaleza: el método científico.
Claude Bernard (1865), decía que aquellos que han hecho los más grandes descubrimientos son los que sabían menos de Bacon, y Bridgman asegura, que quienes más hablan del método científico son los que menos se ocupan de él. El método científico lo abordan generalmente quienes están fuera de la ciencia y gustan de especular la forma como el investigador exitoso logra sus propósitos. Nadie en su sano juicio intentaría elaborar un protocolo de investigación escogiendo entre el método inductivo o deductivo, entre el sistema baconiano o el aristólico, el galileano o el kantiano. El comité de la Conducta de la Ciencia de la Academia Nacional de Ciencias de los EUA (1989) acepta que no existe un método científico como tal. El formidable esfuerzo realizado por filósofos desde Boole (1 854) hasta Woodger (1 939) para explorar las leyes del pensamiento y tratar de construir las bases teóricas de una ciencia unificada y del método científico universal, no parecen tener utilidad práctica.
Shiller (1917) está convencido que entre más deferencias presta el hombre de ciencia a la lógica teórica, más deteriora el valor científico de su pensamiento. Por fortuna, los grandes hombres de ciencia se han mantenido dentro de una saludable ignorancia de la lógica tradicional. Trotter (1941) señala también que el razonamiento lógico comparado con el empirismo se ha acreditado muy pocos descubrimientos. Beveridge (1957) nos dice que Pincaré, Planck y Einstein (en Seiye, 1964) compartían plenamente este punto de vista. Root Sernstein (1989) concluye que cualquier actividad mental que conduzca directamente a un descubrimiento, deberá de reconocerse como método científico, de lo que se deduce que habrá tantos métodos como investigadores. En la mayoría de los descubrimientos módicos trascendentes, el diseño experimental de corte estadístico, el uso consciente de la lógica o la formulación matemática no desempeñan un papel más importante que el estudio de la acústica en la composición de las grandes obras musicales. El mismo Rosenbleuth (1975) desdeñaba a las matemáticas como ciencia y Newell y Col (1982) consideran a la estadística sólo como un método. Desafortunadamente, las normas de nuestros comités científicos y los formatos para protocolos de investigación exigen tenazmente el apego a esa rígida estructura metodológica.
El problema de la coexistencia entre el rigor metodológico y la libertad que requiere la imaginación creativa no ha sido resuelto. El ejemplo de uno de los más grandes descubrimientos de la biología nos podría servir para ilustrar lo castrante que hubiese sido aplicar la actual ortodoxia de supervisión científica. La historia del descubrimiento de la estructura del ácido desoxirribonucleico y del código genético por Watson y Crick es digna de analizarse. Ninguno de los dos investigadores estaba dedicado a estudiar la molécula del ADN. Crick elaboraba una tesis doctoral sobre difracción de rayos X de polipéptidos y proteínas, y Watson había acudido a Cambridge para trabajar con Kendrew      en la cristalización de la miohemoglobina, ninguno de los dos tenía curriculum científico de importancia y nada habían escrito sobre esa molécula. Crick era apenas un estudiante de doctorado y Watson, quien ya había obtenido el grado, era un desconocido. Ambos crecían de publicaciones importantes, por lo que no contaban con índices altos de citación en la literatura internacional. Nunca elaboraron un protocolo con todas las reglas; ambos se dedicaron a discutir amplia y profundamente los datos de otros investigadores y con ello a empaparse del problema. Jamás escribieron una hipótesis nula y otra alterna. Tampoco redactaron minuciosamente su metodología, ni incluyeron complicados sistemas de comprobación estadística. En vez de ello, construyeron modelos moleculares, siguiendo las propuestas de Pauling. Ni siquiera escribieron sus objetivos o sus metas; menos aún los clasificaron en primarios y secundarios. Además tuvieron el atrevimiento de elegir otro camino diferente al de Wiikins y Frankiin, quienes eran ya los expertos en esa área de investigación, usando técnicas de difracción de rayos X (Crick, 1988). No dudo, con gran preocupación, que un proyecto tan endeble como este, propuesto por científicos novicios y desconocidos y carente de los capítulos clásicos que se nos dice reclama el método científico, hubiese sido rechazado por nuestros comités de evaluación. Por el contrario, Watson y Crick tuvieron toda la libertad para soltar las riendas de su creatividad y toda la intuición para captar la importancia de sus sueños.
Adiestrar al investigador en ciernes dentro de un método estereotipado, con reglas precisas e ineludibles, es como meter a un atleta en un aparato ortopédico y enviarlo a las olimpiadas. El científico requiere ser creativo y para ello es necesaria la libertad de pensamiento. No existen reglas o métodos para el pensamiento creativo. Esto se consigue con una atmósfera científica propicia de discusión y análisis y con la práctica cotidiana de la investigación que produzca una preocupación continua para resolver un problema, no con cursos de filosofía y lógica de pensamiento, ni menos con reglas precisas que ilusoriamente conducirán al estudiante al éxito.
Investigador o técnico de laboratorio. Parece indudable que la investigación científica no puede enseñarse mediante un código sistemático de etapas ordenadas del pensamiento que han dado en llamarse "método científico". El científico tendrá que desarrollar su pensamiento intuitivo y sobre todo su creatividad, en esto se parece al artista. Es por ello que Baveridge (1957) titula a su excedente ensayo sobre este tema "El Arte del Descubrimiento científico" y no el método del descubrimiento científico. Arte y ciencia comparten lo intuitivo, lo creativo, lo estético y aún lo caótico.
Pero el científico debe conocer las técnicas experimentales y adiestrarse n el manejo de los instrumentos que le permitirán poner a prueba sus hipótesis. La tecnología ha avanzado en forma espectacular y ahora disponemos de aparatos extraordinarios que nos permiten explorar los últimos reductos de la estructura atómica o las moléculas más pequeñas del código genético. Pero la precisión de estos instrumentos y su automatización cibernética producen tal fascinación en el joven estudiante que le pueden anular su capacidad creativa. Se ha llegado a la falsa conclusión de que el instrumento puede suplir a la actividad mental superior: que ya no es posible hacer ningún descubrimiento importante si no se cuenta con los aparatos más complejos. El aprendiza de la ciencia corre el peligro de quedarse a medio camino y convertirse en un virtuoso de la técnica, pero carente de imaginación.
En la preparación del científico tendrá que evitarse esta distorsión. Una cosa es formar un técnico experto que se especialice en cromatografía de gases, en análisis de imágenes o en citometría de flujo y otra muy distinta es preparar a un científico que se sirva de las técnicas modernas, o mejor aún que sea capaz de inventar otras, para los  objetivos del descubrimiento científico. El verdadero investigador debe estar preparado para abordar sus problemas con diversas herramientas, así como desde diferentes perspectivas. Nuestros programas de postgrado deben fomentar la preparación del estudiante no en una técnica o un método, sino en una disciplina. Es necesario distinguir entre el técnico hábil y el investigador independiente.
La visión unidimensional. Cuando se plantea un problema nuevo o se descubre un fenómeno, se abren multitud de avenidas para la investigación. Un error frecuente es pensar que del objeto del descubrimiento, sea una enzima, un ion, una partícula o un mecanismo, constituye la explicación de todos los fenómenos circunvecinos. Aquel que se especializa en un oncogene llega a pensar que éste es el eje central de la    carcinogénesia y tenderá a forzar sus hipótesis y sus experimentos para probarlo. En lugar de plantear problemas sucesivos y relacionarlo con otros fenómenos cercanos, entrará en un terreno reduccionista que lo llevará a establecer dogmas dentro de una visión unidimensional. No hay una actitud más anticientífica que ésta.
La tarea del científico es plantear dudas y problemas para tratar de verificarlos o de refutarlos; Popper (1959) insiste en que una hipótesis científica debe ser refutable o susceptible de probar su falsedad. Por ello, parece ser más importante, en el quehacer de la ciencia, plantear dudas e interrogantes que tratar de resolverlas. El descubridor de problemas tendrá que depender principalmente de una intuición subconsciente, la cual le sugiere que entre las mires de cosas que ve, es la que representa la clave de algo nuevo y extraordinario. En su observación de la vida te sirve mucho más una aguda observación y un sentimiento instintivo por la naturaleza, que los complicados instrumentos  y prolijos planteamientos, decía Hans Selye, (1964).
No es raro encontrar en todo el mundo científico y particularmente en nuestro país, a menos repetidores de la ciencia. Es frecuente caer en este vicio, ya que da seguridad y garantiza resultados, que aunque carezcan de originalidad, son publicables. El repetidor de la ciencia, como el copista del museo, no es un artista o un creador, es un mero artesano. Esta deformación de objetivo de la ciencia ha conducido a la publicación copiosa, incesante y frecuentemente redundante de trabajos tan limitados que constituyen verdaderas unidades mínimas publicabas. Es lamentable que el dictum "publica o perece" fomente la repetición y pulverización de grandes líneas de investigación.
Esta visión unidimensional y carente de creatividad se encuentra con frecuencia en las tesis de doctorado. Por ello la realización de un solo trabajo de investigación como requisito para recibir la investidura de científico parece insuficiente. Mucho más útil es, como ocurre ya en la mayoría de los países científicamente desarrollados, realizar varios trabajos dentro de una misma línea, para que el doctorado ejercite un enfoque multidimensional del problema usando técnicas diversas.
Otros problemas. Es indudable, que aún en los sitios con más tradición y experiencia científica. La formación del investigador científico es un problema cambiante y por ello no resuelto. En los excelentes ensayos desde Bernard (1865) y Cajal (1923) hasta Selye (1964) y de Baveridge (1957) a Roo Berstein (1988, 1989), así como en publicaciones recientes de Medawar, Garfield (1989), Monod, los simposia de la revista Daedalus y la Academia Nacional de Ciencias de los   EUA  (1989) se advierte una gran preocupación por descubrir errores y señalar los caminos más adecuados para preparar y obtener los mejores científicos de la nueva generación. Desde la selección de los candidatos hasta la conducta ética y humanista del investigador de la ciencia son temas de sesudos análisis, que en este breve ensayo no podemos abordar.
En nuestro medio caemos fácilmente en la visatergo y no somos muy proclives al análisis ni menos a la crítica constructiva. Los análisis cuantitativos de nuestra incipiente aventura para formar científicos, son muy importantes y alentadores, pero son sólo una parte de la historia. La otra la constituye el estudio de su calidad. Cabe preguntarnos con toda sinceridad si nuestros programas están correctamente estructurados para producir verdaderos investigadores. La cantidad de investigadores que generamos es indudablemente baja, pero lo más alarmante es que su formación dista mucho de producir el verdadero científico independiente, original y creativo.
¿Qué hacer?. Para poder depurar y elaborar sistemas propicios que conduzcan a formar científicos, debemos de tratar de entender profunda y detalladamente al trabajo científico y a su actor principal, el investigador. No es posible señalar unas característica fundamental, es necesario recurrir a un conjunto de aptitudes y de procesos que deben descubrirse y fomentarse en el estudiante (Goidberg, 1980, Tinnin. 1991)
Siendo el trabajo científico la parte medular  para formar un  investigador,  es necesario que sea diseñado, supervisado y alentado por un científico, no por un aficionado u observador externo, parecería reiterativo el insistir en ello, pero es frecuente que, tanto el profesor como el alumno, confundan la investigación científica con actividades que sólo competen a una técnica o un método. Se pretende entrenar a los estudiantes casi exclusivamente dentro de la metodología de la demostración y de la prueba, de la verificación y de la refutación, pero este tipo de educación, aunque de cierta utilidad práctica, sólo sirve para verificar aquello que ya conocemos sin sugerir siquiera como generar o encontrar los problemas que conducen hacia los grandes descubrimientos. Recordemos que los más importantes avances científicos no emanan de la verificación o refutación de hipótesis preconcebidas, sino de resultados inesperados al ponerlas a prueba. Enseñar a valorar el azar con intuición dentro del entorno del trabajo científico, es una tarea difícil pero fundamental que sólo puede lograrse mediante el contacto cotidiano y prolongado del tutor con el estudiante. Szent- Gyorgyi (1990) insistía en que el descubrimiento consiste en ver lo que todo mundo ha visto y en pensarlo que nadie había pensado.
Root-Bernstein (1988, 1989), nos dice que existe una gran variedad de herramientas mentales que los científicos usan para identificar deficiencias o inconsistencias en su proceso de entender al mundo que nos rodea. Estas las agrupa en cinco tipos: a) el pensamiento universal, b) la identificación plena con su objeto de estudio, e) la intuición, d) la facilidad para reconocer patrones o tendencias y e) el espíritu jocoso, (jugar con la investigación).
Por otra parte, Hans Selye (1964) ha agrupado las características de las que debe hacer acopio el investigador y que deberíamos fomentar en nuestros estudiantes.
a)       El entusiasmo y la perseverancia, qué es la consecuencia de una intensa motivación. Intentar la carrera de investigación como la última alternativa de una carrera profesional es la mejor garantía de mediocridad y de fracaso.
b)        La originalidad; que reclama el pensamiento independiente, la imaginación, la                                           intuición y el genio.                      
c)       La inteligencia; que debe comprender el pensamiento abstracto, la concentración, memoria y cierta dosis de lógica-intuitiva.
d)       La ética; es decir la honestidad con uno mismo; la capacidad de autocrítica.
e)       El contacto con la Naturaleza y la capacidad de maravillarse ante sus fenómenos.
El contacto con la sociedad. Entendimiento de la gente, capacidad para organizar grupos de trabajo y capacidad de comunicación.

Cualquier intento por ordenarlas de acuerdo a su importancia sería arbitrario, pues varían con la personalidad del investigador, pero quizás los dones más raros y más preciados son la originalidad, la intuición y el genio.
A la manera de la fatal advertencia escrita a la entrada del infierno de la Divina Comedia, Seiye (1964) escribió un no menos impactante precepto a la entrada de su instituto: Ni el prestigio de tu objetivo y el poder de tus instrumentos, ni tu sabiduría y precisión sobre tus proyectos, pueden substituirá la originalidad de tu enfoque y agudeza de tu observación.
Quisiera agregar una cualidad más que me parece fundamental en la personalidad de un científico y esa es la cultura. Si el investigador está destinado a generar nuevo conocimiento para entender mejor la naturaleza, debe conocer y sentir las expresiones culturales de la humanidad: esto lo distingue del artesano o del técnico y le confiere ese pensamiento universal que le permitirá generalizar y particularizar los resultados de sus investigaciones.
Así como no puede evadir su herencia genética tampoco deberá substraerse a esa herencia epigenética que es la cultura. Un investigador inculto no podrá alcanzar los niveles más elevados del pensamiento humano, ni sabrá aquilatar la trascendencia del descubrimiento científico. Es por esta puerta que se tiene acceso al gran recinto de la filosofía.
Con estas reflexiones creo haber demostrado que la tarea de formar científicos es una labor ardua y complicada, que implica una gran responsabilidad con la comunidad científica y con la sociedad.
Deberemos empeñarnos en que la nueva generación de hombres de ciencia sea más numerosa, si, pero sobre todo de mayor calidad, dirigiendo nuestros esfuerzos por senderos libres de espejismos que producen expectativas falsas y que ocultan la realidad.


REFERENCIAS


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